Réplica de la estatua de José Martí de Nueva York, en la Habana. La escultura es la única conocida que refleja la figura del Héroe Nacional José Martí en el momento de su muerte en el combate de Dos Ríos el 19 de mayo de 1895
El 18 de mayo de 1895 José Martí escribe una carta que no terminará y que será su testamento político. Irá dirigida a un gran amigo, al abogado mexicano Manuel Mercado y en ella revela la lucha de iluminado que llevará a cabo luego que logre la independice de Cuba, lucha nueva, necesaria y en un continente sin conciencia de su urgencia. Tan nueva que todavía faltan más de veinte años para que Lenin, en edición rusa, de a la luz El imperialismo, fase superior del capitalismo y dirija la invernal epopeya que en Petrogrado da inicio a una nueva sociedad. Pero Martí ha vivido en el monstruo, como afirmó en esa carta que deja inconclusa debido a la llegada al campamento insurrecto del Mayor General Bartolomé Masó con trescientos hombres y cuyos pliegos al morir lleva en un bolsillo. Al monstruo le conoce las entrañas, afirma exponiendo su apostólico destino: enfrentar la pandemia imperial que ya se inicia y que roerá tierras al sur del Río Bravo o del Big River, según nombren esa corriente de agua de tres mil kilómetros en México o Estados Unidos. En silencio ha tenido que ser, dejó escrito, pues de proclamarse levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar su fin.
Martí tiene cuarenta y dos años y es Delegado del Partido Revolucionario Cubano, suprema fuerza de la insurrección contra el imperio ultramarino de España. Hace más de un mes que de un bote de remos saltó a una playita entre Guantánamo y Punta de Maisí, le han conferido el grado de Mayor General del Ejército Libertador. Las fuerzas mambisas acampan en La Mejora, casi a las puertas de Santiago de Cuba. Él, Gómez y Maceo conferencian sentados sobre la yerba y Maceo, que parece molesto, plantea que su tropa está casi desarmada y que Martí sin demora debía trasladarse a New York para apertrechar y enviar expediciones. No lo haré, responde Martí con voz suave y firme, hasta que no haya entrado en combate varias veces. Días después, el 19 de mayo, arenga a la tropa lista para salir a enfrentar a nutridas fuerzas españolas que merodean por el lugar, tropa que enardecida escucha ese verbo encendido y da vivas al Presidente de la República; él es el Delegado, diría Gómez, pues el otro cargo no tiene, pero más que seguro lo llegaría a tener, y con todos los honores, si por esos desaciertos del destinos el mismo Generalísimo Máximo Gómez, para protegerlo o porque considera que el combate no era el lugar del Delegado, le ordena que se mantenga en la retaguardia.
Martí no obedece. Acaso iba a quedarse en la seguridad del campamento mientras la tropa, a la que acaba de hacer vibrar, sale a batirse, a morir al toque ensordecedor de una corneta que ordena ¡a degüello! ¿Quedarse atrás? ¿No disparar? Maceo con razón podría decir que habla muy lindo, pero que aquí se viene a pelear. Claro que no va a obedecer, él los tiene bien puestos. Con revólver Colt de cabo de nácar, regalo de Panchito, el hijo de Gómez, y acompañado solo de un intrépido joven de veinte años, Ángel de La Guardia, se lanza en suicida ataque, así se puede considerar, contra el enemigo.
Día fatídico ese 19 de mayo, pero menos, realmente, para quien ha dicho que la muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien con la obra de la vida, pero mucho, en extremo, para el destino de Cuba, y aunque sobre el corazón lleva un sagrado escudo contra las balas, el retrato de su pequeña hija María, de lo cual ella no conocerá hasta que a New York llegue carta en que el padre lleno de amor se lo dice, cerca de un matojal, en Dos Ríos, donde el Contramaestre vuelca más agua al ya ancho caudal del Cauto, una descarga cerrada lo sorprende en medio de la manigua, selva dirían en Sur, Centroamérica, en África, pues inmortal se hará la obra de quien casi en solitario al galope avanza y del caballo comienza a caer herido de muerte por tres proyectiles, trágicos segundos que genialmente plasma un monumento a la entrada principal del Parque Central de New York, frente a la galopante urbanización de Manhattan, haciéndole compañía, a escasos metros, rumbo a Quinta Avenida, nada menos que Simón Bolívar y, en dirección opuesta, José de San Martín, también a escasos metros, pero con ellos no podrá conversar, tiene el pecho y la quijada tintos en sangre, y su cuerpo, mal embalsamado, en rústico ataúd hecho de cajones y sobre una parihuela la tropa enemiga lo lleva a Santiago de Cuba, desde donde se expande la noticia de su muerte.
Pero el destino, además de indescifrable, es mañoso, la vida es mañosas, o no sorprendente la casualidad de que en un combate en que a los veintidós años muere el que ahora con grados de teniente coronel, Ángel de la Guardia, el mismo que dos años atrás trató de levantar del suelo y llevarse el cuerpo moribundo de Martí, se encuentre combatiendo también Pepito Martí Zayas-Bazán, el Ismaelillo, que tiene 18 años. Y la muerte, como el destino, también es mañosa, tanto que es capaz de inmortalizar seres que niegan la tarea de la guadaña y la oscuridad, que burlan al barquero Caronte y no cruzan la laguna de Estigia. Seres inmortales, pero no de mitologías, ni de novelas, ni de la lírica, sino de la épica, aunque no con héroes como un Aquiles solo vulnerable por el talón, sino, en este caso, con un Cid totalmente de carne, hueso, bigote y frente, que de sí mismo dijo no soy un bailarín de virtudes, sino un hombre que conoce todos los dolores, tantos que no solo mucho amó la libertad, también amó y sufrió por mujer, de quienes caballerescamente dijo puede que mueras de su mordida, pero no empañes tu vida hablando mal de mujer. Tanta era su hombradía que no pocos han querido silenciar su obra, la cual, más que molesta picazón, culebrilla aún hoy causa a ciertos políticos e ideólogos, a gente egoísta, sin ideales, que solo miran el interés propio y que encantadas estuvieran si hubiese sido enterrado a las seiscientas sesenta y seis varas de la profundidad del olvido, y no que cincuenta y ocho años después de su presunta muerte, redivivo, fuera el autor intelectual del asalto a un poderoso cuartel, segunda fortaleza militar de la Isla, el cuartel Moncada, de Santiago de Cuba, primer episodio de la lucha armada que inicia el joven Fidel Castro cuando solo le faltan unos días para su cumpleaños número veintisiete.
Les habló, para Radio Miami, Nicolás Pérez Delgado.
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